God only knows que no me gusta la playa. Para ser más preciso: no me gustan ni el sol ni la arena. Culpo de este sacrilegio (por ser guayaquileño) a mi genética. Sobre todo, el asunto del sol. Mi piel no conoce el bronceado, sino que pasa de pálido a rojo camarón. Además, tiene la función que tiene la cola en los perros: no me deja esconder mis emociones. Ahora, la arena. La arena es otra cosa. Esas diminutas partículas que persisten por meses en la ropa que tenga la desgracia de tener contacto con ella y se cola en los zapatos para fastidiar eternamente. Pero el mar es lo único que me produce atracción de todo ese conjunto. Y tiene la capacidad de hacerme olvidar del sol y la arena y disfrutar las olas. Brian Wilson es el mar. Su música nos pintó siempre una California playera que nunca existió realmente, pero no en la forma acartonada y decadente que puede hacer Hollywood, sino como una idea idílica de surf, bikinis y little deuce coupés, tanto como los sueños ...
Si me tocara definir uno de los momentos musicales que me cambió la vida, seguramente en la lista estará el día que escuché Bienvenidos al tren en un CD player en Salinas. Una mañana, mientras todos mis amigos aún dormían, me senté y vi un disco amarillo: Confesiones de invierno. Lo puse bajito y desde el primer acorde, todas mis inquietudes de repente tuvieron sentido. Quizás esta es la historia de cómo dos adolescentes en Buenos Aires en 1973 me dieron un camino. Hacer música, hablar de tristeza, cantar sobre el frío y de una chica atrapada en un derrumbe, en el calor de una playa que nunca fue lo mío, me daba ese escape, pero además me daba sentido. Años después, regresando de ver a los Smashing Pumpkins en Quito (otro sueño cumplido de ese mismo Dany de 16 años), me pasó algo que nunca imaginé. En una de esas filas eternas de aeropuerto, noté a un señor mayor con pinta de turista extranjero, (de esos que vienen al tercer mundo como cuando uno va a un museo) estoico y tranquilo como...